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10k. San Clemente 11 de Julio del 2009. Entre el calor de estepa y Don Quijote

          En pleno més de Julio, el día once del 2009,  sábado por la tarde,  desafiábamos al calor y nos dirigimos hacia San Clemente. Allí nos esperaba la octava entrega del Circuito Provincial de Carreras Populares. Desde la capital, siempre se le han presentado al viajero diferentes caminos para acceder a esta villa manchega. Unas veces las prisas, otras el paisaje y las menos las paradas intermedias, obligan a cavilar a la hora de elegir los itinerarios. En esta ocasión, optamos por decidirnos, desde La Almarcha, por Honrubia, El Cañavate, por esa ruta por la que nos conducen los ríos Córcoles y Rus. Confieso que me es grato transitar por este paraje, incluso, a estas alturas del verano, en las horas empapadas de la tarde. Siempre he tenido debilidad por el crujido de los rastrojos, ese quejido que da fe de días de gloria, de verdor y fecundidad. Ahora son hazas reducidas a simples campos de batalla en los que las plantas agostadas se humillaron, pidieron el sacrificio y finalmente quedaron inmoladas por la cuchilla.

 

          Pasado Perona, al pie de la aldea de Villar de Cantos, ese puñado de casas blancas, con iglesia y torre incluida, un letrero nos anuncia que no llega a dos leguas lo que queda hasta San Clemente. Así me lo comunica el conductor. Al poco, llegaremos al lugar ese que se encuentra un poco antes de la ermita. En él se hallaba una venta. Era verdaderamente aquella en la que “Sancho se alegró por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por castillo, como solía”; aquella en que el hidalgo no paró mientes en ayudar a un arriero en eliminar los pajotes de los pesebres y preparar las posturas. Estaba tan sumido en este pensamiento que alcanzaba a percibir el hálito de Don Quijote colmando una espuerta de paja con la horca, acribándola enérgicamente con un harnero, separando el tamo, disponiéndola seguidamente en el pesebre y cubriéndola con una mano de cebada. 

 Ermita de Rus, SAN CLEMENTE (Cuenca)

          Al poco,  volví a hacer las mismas reflexiones en voz alta. Quería que mi acompañante, Carlos Hontangas, las pudiera compartir. Entonces, comprobé como aflojaba la marcha, pero seguía callado. Me agradaba la idea de que se viese envuelto en el espíritu del ingenioso. Pero a mí, como suele decirse, no se me cocía el pan, pensando cuántos serían los viajeros que cruzasen este lugar sin saber que allí “quedó pasmado Don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados todos los que oyeron las razones de maese Pérez, el titerero”. Entonces, como Sancho, grité: “¡Voto a Rus!” Luego pensé: “¡Cuánta parafernalia en las conmemoraciones!”

          Ciertamente, es lamentable que sigan transitando viajeros a diario por este camino sin saber que esta era la derrota que eligió el caballero para ir a Zaragoza, o a Barcelona, como ustedes quieran, que las historias del hidalgo siempre estuvieron al albur de las mudanzas. Asimismo, se me venía a la cabeza, que si en vez de estar en San Clemente, se hallara en Wisconsin, Texas o Utah, sería un santuario de guiñolistas, rindiendo culto a quien inmortalizase este oficio.

          Como quiera que Carlos siguiera atento a mi relato le di cuenta de que “maese Pedro era aquél y qué retablo y qué mono traía. Y que se trataba de Ginés de Pasamonte a quien, entre otros galeotes, dio libertad Don Quijote en Sierra Morena, beneficio que después le fue mal agradecido y peor pagado de aquella gente maligna y mal acostumbrada. Y que este Ginés, pues, temeroso de no ser hallado de la justicia, que le buscaba para castigarle de sus infinitas bellaquerías y delitos, determinó pasarse al reino de Aragón y cubrirse el ojo izquierdo, acomodándose al oficio de titerero; que esto y el jugar de manos lo sabía hacer por extremo”.

 

          Del Quijote a la fiesta del atletismo

          En San Clemente, el centro del acontecimiento deportivo era la Plaza Vieja, hoy de la Constitución, monumento urbanístico del que me anotan que se aprecia la mano del arquitecto renacentista Andrés de Vandelvira. En realidad, esta plaza la conozco desde hace tiempo. Siempre me pareció armoniosa. Lástima que la fiebre de plantar árboles en los centros urbanos, tan de moda en los sesenta, le privara de esa perspectiva de miras tan necesaria para contemplar la amplitud de la noble belleza de los lienzos de fachadas que la cierran. Sin embargo, paseando por su perímetro, se puede disfrutar de la visión de la portada de la Iglesia Parroquial de Santiago, del aspecto que presenta la Posada del Reloj, de los soportales del Ayuntamiento y de la balconada del edificio que hoy alberga la Fundación Antonio Pérez. 

 Visita San Clemente | TCLM 

          En los alrededores ya olía a fiesta, a la fiesta del atletismo. Sonaba la melodía de Carros de Fuego. También los corredores la anunciaban, trotando por los aledaños, poniendo a tono sus músculos. En un tinglado erigido junto a la iglesia para dar la salida, Dionisio Castellanos nos saludaba, como un almirante en su puesto de mando, a todos los que llegábamos. 

 


          Él lleva muchos años al frente de este tipo de organizaciones y conoce muy bien los gustos de todos y de cada uno de los corredores. Mandaba, a través de la megafonía, consejos para afrontar la elevada temperatura. Apuntaba moderar el esfuerzo y daba cuenta de los puntos en los que se encontraba el avituallamiento de agua, pues, aunque el sol había empezado a descender, aún se notaba ese calor de llanura manchega que en las tardes del verano se nos hace abrasador.

          Enseguida vinieron los saludos. Una de las primeras personas con las que hablé fue con Ester Bitrián. Es una corredora que, si bien es de Zaragoza, lleva mucho tiempo con nosotros. Ha sido subcampeona del circuito en varias ocasiones. Cuando le di a entender que en alguna de las columnas de Crónicas se glosaría su semblanza deportiva, percibí primeramente sorpresa en su voz, pero enseguida noté la sonrisa en sus labios. ”Cuando quieras”, asintió. Ester es una atleta que sabe lo que hace, que se preocupa por equilibrar ese esfuerzo que permite avanzar y evitar las lesiones. De su diario entrenamiento le queda esa forma física que le permite optar con garantía a los primeros puestos de la general.

 

          El consuelo está servido



 

          Aún sintiendo el calor en los rostros, a las siete y media, se dio la salida, que en esto hay mucha puntualidad. El ruido de las zapatillas se mezcló con el aplauso y los ánimos de los espectadores. En un abrir y cerrar de ojos la carrera se lanzó. Los primeros salieron con tanta prisa que en poco tiempo ya habían cruzado la calle de López de Haro. Corrían con una velocidad que estaba en relación directa con el número de golpes que sonaban en el suelo. Desde atrás se percibía como sus piernas se les asentaban, firmes y contundentes, sobre el pavimento, como si se hubieran adueñado de él. Todo era fuerza en el grupo, que se hizo de repente el protagonista de las calles, quedando la gente apostada en las puertas y las fachadas, como un refrendo del espectáculo. Nosotros quedamos atrás, caminando lentamente, con el ritmo tranquilo, cuerpo erguido, saliendo de vez en vez algún resoplido que otro de las bocas de los corredores en nuestro derredor. Tras la primera dispersión, se vuelve al reagrupamiento. Todos nos vamos reuniendo en consonancia con nuestras fuerzas. Entonces alguien, cercano a mí, sentencia que el resultado de la clasificación no debe ser motivo de humillación. El consuelo está servido. Según esta voz, los últimos seremos los primeros. Reflexiono, le doy vueltas a la idea, y no me queda nada más que reconocer lo bien que se acoplan estas posiciones postreras del pelotón a los textos evangélicos.

          Pronto nos hallamos en la bajada de la Calle Ancha, un trayecto de ida y vuelta, que permite a los corredores comprobar diferencias de distancias, a la vez que sirve para darnos ánimos. Luego cruzamos por unos barrios nuevos, emplazados en las afueras, junto a Santa Ana, en los que se halla la estación de autobuses. Más adelante, pasamos por la trasera de la villa, dando vista a los pagos de La Alberca de Záncara, es una amplia avenida que lleva el nombre de la Guardia Civil, en la que hoy han surgido urbanizaciones y con ellas hombres y mujeres que, esa tarde, apoyaban a la carrera. Unos lo hacían con sus voces de aliento; otros, nos rociaban con mangueras de agua fresca.

          Hay un tópico entre nosotros, en los participantes de esta ronda provincial. Se cree que correr en tierras manchegas es lo mismo que hacerlo por una cuartilla tan llana como la palma de la mano. A colación de esto, me venía a la cabeza lo que mi abuela decía: “Si algo se puede enredar, viene el diablo y lo enreda”. Seguramente que esa voz popular no estaba respaldada por sesudos razonamientos como los que le llevarían a Murphy a la misma conclusión. Pero en la tarde del sábado, en plena Mancha, se hizo patente, y es que unos badenes ponían aliciente al recorrido. Se trataba de tramos cortos que, más que para sufrir, yo los usaba para descansar. Debido a ello, pensaba en las cuestas abajo, como esas ocasiones que tienen las piernas para presumir de potencia. No está nada mal que de vez en vez vaguen por la mente algunas ilusiones, pues al poco volvería la realidad del llano o la subida y se sentirían pesadas como el hormigón. 

 

          Antes de llegar de nuevo a la plaza, a la meta, tras la Plaza de Toros, cortamos hacia la calle de Boteros, corriendo entre escaparates de tiendas, bares y confiterías, donde se percibía con más intensidad el ánimo de las gentes. Y es que, al transcurrir por una calle angosta, apenas separada sus fachadas por un pasillo de cuatro metros de ancho, los corredores sentíamos las voces mucho más cercanas. De ahí que, a pesar del bullicio, se distinguieran algunas disquisiciones y exclamaciones a nuestro paso. Eran las mujeres las más decididas: “¡Ole valiente!” “¡Venga tío macho!” “¡Mira, si es un abuelo!” “¡Éste si que tiene mérito!”. Todo esto ayudaba a alcanzar la meta con satisfacción. Una vez allí, sentíamos sobre el rostro la viscosidad del sudor. Era evidente que precisábamos los líquidos perdidos. Entonces venía bien la sandía que se nos ofrecía. Estaba fresca y la tomamos con delicia. Asimismo, repuso el desgaste un aperitivo con el que se nos obsequió tras la entrega de premios.

 



          El espíritu de don Quijote

          Al marcharnos ya se había echado la noche, pero aún flotaban en el ambiente las pavesas ardorosas de la tarde. Cuando se apagaban los sonidos de la fiesta del atletismo nos vimos envueltos en otros más ruidosos. Eran cláxones de camiones que en romería se disponían a honrar a San Cristóbal, al patrón de los conductores. Los chóferes nos saludaron, nosotros correspondimos y al poco ya habíamos dejado la villa manchega. Y mientras los focos del automóvil se abrían paso en el túnel de la noche, en el mismo lugar de la venta, al cruzar la Ermita, de nuevo volvió a planear el espíritu de Don Quijote, y se me representó el caballero afrentando al guiñol, “menudeando cuchilladas, mandobles, tajos y reveses como llovidos, dando en menos de dos credos, con todo el retablo en el suelo, hechas pedazos y desmenuzadas todas sus jarcias y figuras: el rey Marsilio, mal herido, y el emperador Carlomagno, partida la corona y la cabeza en dos partes. Y es que, si no se hubiera hallado allí presente Don Quijote, qué hubiera sido del buen don Gaiferos y de la hermosa Melisendra; a buen seguro que los hubieran alcanzado esos canes, y les hubieran hecho algún desaguisado”. 


 

          De súbito solté: “¡Voto a Rus! ¡Viva la andante caballería sobre cuantas cosas hoy viven en la tierra!”. Noté como Carlos Hontangas se sobrecogió;  quedamos suspensos por unos instantes los dos; luego, lo miré, y de pronto, a una insinuación de mis labios, empezamos a reír sin parar. En fin, entramos en San Clemente con alboroto, y salimos mucho más alegres, pensando ya en la próxima carrera, la de Quintanar del Rey, la que se dará, Dios mediante, el sábado día dieciocho.

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